viernes, 9 de mayo de 2014

LAS CRÓNICAS EQUINOCCIALES DE XOSÉ RÚAS. PARTE PRIMERA

Pequeño gran país


Cuando llegas a Ecuador, expectante por experimentar ese mal de altura del que tanto hablan, te das cuenta de que, además de un estado físico provocado por una situación espacial (Quito, la capital, está a casi 3.000 metros de altitud y el sol cae como una lanza de punta, picando incluso sobre mi piel con protección UVA de 80), también es un estado mental. 

Vista de Quito (ECUADOR)


La inmensidad de los Andes y del Astro Rey, de inevitable adoración por su energía tan próxima, moldearon tanto el aspecto físico como el carácter y hasta la forma de expresión y riqueza de este pequeño gran país. Una mezcla de culturas y colores, tantos, como las telas del mercado de Otavalo de cualquier sábado: blancos, mestizos, afroecuatorianos e indígenas de distintas procedencias y lenguas (hasta 14, oficialmente registradas). 


Mercado de Otavalo


Es como si la naturaleza quisiera recordarle a nuestra otra naturaleza, la humana, lo pequeños que somos ante la grandeza de una tierra que tiembla, se hincha y llena de orgullo hasta explotar, agitando cuerpos y conciencias, para acabar pariendo esos bajitos indígenas (sí, los payo-ponnies, como les llaman de forma despectiva los gitanos), que poco a poco van llegando, como lava del volcán, desde las montañas y la amazonía a las ciudades, para repartir ejércitos de minúsculos niños, casi bebés, convertidos, por esa fuerza del destino, en espabilados comerciantes.


El vivo ejemplo del origen de las especies con el que teorizó Darwin –justo aquí al lado, en Galápagos- ha llegado hasta la capital, para mostrarnos la lucha por la supervivencia en estado puro, con el gran capital y la explotación de la infancia robada a estos pequeños primates, peloncetes y ágiles, que tan siquiera pueden disfrutar del regazo de su madre biológica.


Un contraste de alturas y medidas que, como decía, también afecta a su expresión como pueblo. Y no lo digo solamente por el “spanglish” del “parkeadero” propio de la fotografía, sino también por el empleo del gran diminutivo nacional: el “ito”. Un sufijo entre cariñoso (yo aquí soy el “doctorsito”) y cabreante. Sobre todo, cuando se trata del “ahorita”. 


De hecho, al día siguiente de mi llegada al país (es decir, el día de vuestra resaca de la paparota del Gauna), escuché un “ahorita mismo” como respuesta a la resolución de la tramitación de mi Visa, por la que todavía hoy sigo esperando.


Francisco de Orellana descubridor del Ecuador


 Y es que esa experiencia también natural de la fuerza de la gravedad, de la que tanto hablan cuando te sitúas justo en la raya del medio del mundo (Pelís, prometo hacer el experimento del huevo sobre el clavo, a ver si se cae o no), en realidad no debe ser tan grave como la pintan. 


O si es grave, al menos te va avisando con tiempo. Como la tormenta de ahora mismo (o mejor dicho, de ahorita mismo), justo mientras escribo estas líneas: poco a poco empezaron los rayos y truenos y ahora, un ratito después, llegó la lluvia torrencial. 


Para mí es una tormenta en toda regla, o sea, una tormenta acojonante. Sin embargo, acabo de bajar al mostrador del hotel para enviar esta crónica y el conserje me pregunta si he visto la “tormentita”. En fin, amigos, pues nada. Que sepáis al menos que os echo un poquitito de menos.


Ibarra, Ecuador

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy bueno Jose....pero que tal son las mujeres?

Anónimo dijo...
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Odilio dijo...
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Odilio dijo...

Estupenda crónica Ruas.

Saludos

Unknown dijo...

No se qué haces ahí, pero desde Madrid, además de enviarte saludos, también me parece una buena crónica, sigue contándonos cosas de los/las ecuatorianas...
Manolo B.